Hemos estado, algunos, en estos días, disfrutando de la
última temporada de la serie de HBO “Juego de Tronos” (tranquilos, no va a
haber ningún spoiler en estas líneas). El que más y el que menos, ya ha
desarrollado varias teorías sobre cómo va a acabar la conquista del Trono de Hierro
y quién será el que gobierne los Siete Reinos de Poniente.
Desde luego, todos somos libres para plantear las teorías
que estimemos pertinentes, faltaría más, y de hacerlas circular por internet a
través de blogs o las redes sociales. En la mayoría de los casos, estas teorías
(o su publicación, si se quiere) no constituyen, por sí mismas, obras que deban
ser protegidas por la Ley de Propiedad Intelectual.
Sí lo será, por supuesto, la novela que, independientemente
del final por el que han optado los guionistas de la serie, confeccione el
desenlace que el autor alumbre par el final de la historia. Entiendo que esto
es jurídicamente indiscutible.
Hace algunos meses, leí en un artículo que ya había una
inteligencia artificial escribiendo la última novela para el caso de que el
señor Martin, por cualquier capricho del destino, acabe no creando esa última
obra que todos los fans de las
novelas esperan con verdadera ansia.
Así, había sido concebido un algoritmo que se encargaría de
la redacción de la última novela. Dicho algoritmo había sido alimentado con los
detalles de todas las novelas anteriores, de manera que la inteligencia
artificial tenía la suficiente información para, una ver realizada una
abstracción del estilo y de los giros característicos de la narrativa
consignada en las obras anteriores, pudiese alumbrar una creación digna de la
saga (esa era la idea).
El mismo artículo ya anticipaba que los resultados no
estaban siendo muy alentadores. Sin embargo, lo cierto es que, si bien en este
caso concreto no estaba funcionando, ya se han probado inteligencias
artificiales que han sido capaces de escribir con total coherencia y enorme
acierto, otras piezas tales como artículos periodísticos locales u obras
literarias de menor entidad.
Siempre que se habla de inteligencia artificial parece
inevitable que se acabe mencionando el test
de Turing, que consiste en una prueba que se entenderá superada en el
supuesto de que, tras una interacción entre un individuo y una inteligencia artificial, el primero no sea capaz de apreciar si la contraparte con la que ha estado
interactuando es una persona física o una inteligencia artificial. Pues bien, en
el ámbito de la creación artística, la prueba resultaría superada en el
supuesto de que el espectador (o consumidor) no pudiese determinar si la obra
en cuestión ha sido realizada por una persona o por una máquina.
Este logro se debe a la revolución que ha supuesto el
desarrollo de los softwares de
aprendizaje automático. Este software
anima la creación de redes neuronales susceptibles de aprender, de decidir de
manera autónoma. Esto es, la introducción de los datos no determina por sí
misma la respuesta de la inteligencia artificial, sino que ésta, a través de su
algoritmo, puede tomar decisiones no dirigidas. Así, aunque el programador o
creador del algoritmo incluya los parámetros en los que se basan las decisiones
de la inteligencia artificial, es la propia red neuronal (software) la que toma las decisiones. Esto implica que el ejercicio
intelectual que se constituye como elemento disparador de las decisiones
constitutivas de la obra es independiente de las órdenes o datos aportados por
el programador (o el usuario) de la inteligencia artificial.
Esta circunstancia, estoy seguro, les ha hecho a ustedes
meditar sobre el tratamiento que las obras realizadas por inteligencias
artificiales deben recibir de acuerdo con la Ley de Propiedad Intelectual. Es
decir ¿puede una inteligencia artificial ser considerada como autor a los
efectos de la mencionada ley? Y, en consecuencia ¿debe tener el producto de la
actividad creadora de una inteligencia artificial la consideración de obra a
los efectos de la meritada normativa?
La propiedad intelectual es el derecho que se otorga al
autor sobre el producto de su inteligencia. Es, por tanto, el esfuerzo creador,
la impresión del estilo propio en la nueva obra lo que determina la autoría de
una persona sobre una obra. Este esfuerzo intelectual, expresado en la toma de
determinadas decisiones que constituyen el proceso creativo, es la razón última
de la protección y del otorgamiento de derechos a quien acredite su autoría.
El caso es que aquí el autor no es una persona sino una red
neuronal configurada por un tercero (programador) y que puede ser utilizada por
otro tercero distinto (el usuario, en su caso).
La primera cuestión
que debemos afrontar es si puede ser autor un sujeto distinto a una persona
física. En principio, no existen preceptos en la normativa que impidan esta
posibilidad que tampoco vulnera el orden público ni la moral. Si bien, aunque hay
ordenamientos jurídicos que no prevén esta posibilidad de reconocer la autoría
a sujetos distintos a personas físicas, lo cierto es que no es la única
postura. Otros ordenamientos jurídicos contemplan la posibilidad que se le
atribuya la autoría de las obras realizadas por medios computacionales al
creador del algoritmo, software o programa, esto es, de la persona que haga
posible el funcionamiento de la red neuronal.
Por último, queda la posibilidad de que las obras creadas
por inteligencias artificiales sin intervención de elementos humanos directos
se consideren como carentes de autor y por tanto carezcan de la protección
prevista en las correspondientes normativas.
Esta última opción, según las opiniones más autorizadas,
podría producir el adverso efecto consistente en una importante
desincentivación de la inversión en inteligencias artificiales dotadas del software de aprendizaje automático
(redes neuronales) y el consecuente estancamiento de las investigaciones
orientadas al deep learning.
Es lógico pensar que si las obras llevadas a cabo por redes
neuronales no pueden ser protegidas por los derechos de propiedad intelectual,
los beneficios de la inversión en estas tecnologías creadoras serán nimios y no
compensarían las importantes aportaciones necesarias. Por otro lado, no tiene
esta postura soporte jurídico alguno que tenga la solidez necesaria para
justificar los perjuicios que la misma, como hemos dicho, producirían en el
plano económico.
Considerar que la autoría correspondería al programador o
usuario solucionaría el problema antes descrito y, además, permitiría que se
ponderase caso por caso si debe atribuirse al programador o creador del
algoritmo o al usuario de la red neuronal. Esta ponderación casuística deberá
procurar detectar cuál ha sido el impulso intelectual que con mayor fuerza haya
influido en el resultado de la obra.
Sin perjuicio de lo anterior, no hay que obviar que esta
solución no refleja la realidad del proceso creativo. Anteriormente hemos
argumentado que premiar el esfuerzo intelectual es la razón última del
reconocimiento de los derechos a favor del autor. No se puede negar que la
creación de la red neuronal requiere un esfuerzo intelectual; pero no podemos
ignorar que dicho esfuerzo intelectual está dirigido a la creación de la red
neuronal misma, y no de las obras que, posteriormente, pudieren ser creadas por
la inteligencia artificial; y que dicho esfuerzo será premiado con otros
derechos previstos en el ordenamiento jurídico o por los derivados por los
derechos de propiedad intelectual que se adquieran sobre el propio programa informático,
no sobre las obras que del mismo resulten.
Para apreciar otras posibilidades es necesario entender que
el cambio operado en la inteligencia artificial con la creación de las redes
neuronales, el aprendizaje automático y el deep
learning han llevado a que la inteligencia artificial haya pasado de ser un
instrumento para la creación de obras por el autor a constituirse en verdadera
impulsora del proceso creador; esto es, en verdadera autora de la obra
protegida.
Tomando, por tanto, como base la idea anterior, debe
considerarse la posibilidad de que deba entenderse como autora de la obra a la
propia inteligencia artificial.
Por supuesto, tal y como se encuentra configurado a día de
hoy nuestro ordenamiento jurídico (y los de la mayoría de los otros países) no
es posible reconocer una personalidad propia a estas inteligencias artificiales
o redes neuronales a pesar de su capacidad de decisión autónoma. Convertir (o
no) a las inteligencias artificiales (que concentren las características
necesarias) en centros de imputación de derechos y obligaciones requiere una
importante reflexión por los distintos operadores jurídicos.
Es, este último, un interesantísimo tema sobre el que nos
comprometemos a volver en futuras entradas.
Por ahora deberemos esperar a que Mr. Martin ponga el lazo
final a su magnífica saga de fantasía, pero debemos ser conscientes de que el
problema que hemos planteado en esta entrada no es un problema del futuro, sino
un problema que debemos estar preparados para resolver en el momento en el que
nos encontramos.
Nada diferencia a una obra creada por una persona de una
creada por una inteligencia artificial si atendemos al resultado (obviando, por
supuesto, la calidad o estilo de las mismas cuestiones, en muchos casos, más
subjetivas que objetivas) de la misma. Así, si fuésemos incapaces de
diferenciar una obra creada por una red neuronal artificial de la creada por un
cerebro humano, el problema bascularía totalmente desde la cuestión de la obra
a la de la autoría. Todo ello en los términos expuestos.
Y es que ¿quién le dice a usted que este artículo lo ha
escrito un abogado interesado por las implicaciones jurídicas de las nuevas
tecnologías en vez de una tecnología?
Octavio Gil Tamayo
Abogado
...o no.