A
estas alturas todos hemos oído hablar de los “smart contract” o “contratos
inteligentes” cuya característica principal, a pesar de su nombre, no es la
inteligencia sino su capacidad de auto-ejecutarse.
Sin embargo,
el contenido del concepto mencionado no está perfectamente definido y comprende
válidamente distintas maneras de entender el alcance de la realidad que intenta
definir.
En
trazos gruesos, se puede entender que el smart contract no es más que el resultado
de un trabajo de programación destinado a regir los efectos de forma automática
(o automatizada) de un intercambio con base o contraprestación patrimonial. En
este caso, el componente informático del smart contract asume la totalidad de
su realidad, esto es, la automatización no se limita a su ejecución sino que
trasciende hasta la formación misma del acuerdo. Es decir, define el propio
acuerdo.
En
otra visión, la formación del smart contract conserva los elemento de
configuración contractual propia de la autonomía de la voluntad. Es decir, el
contrato contiene la voluntad negocial manifestada por las partes e incorpora
un mecanismo de garantía de cumplimiento; en este caso, la auto-ejecución de
las prestaciones debidas si se dan los requisitos conformados contractualmente
para ello.
Cuestiones
distintas (que intentaremos abordar en futuras entradas) serán las derivadas de
la causa negocial en el smart contract o de la utilidad de este instrumento
para minimizar los costes de transacción o de confianza entre los sujetos
vinculados. Nos centramos ahora en el alcance jurídico de optar por una forma u
otra de entender el smart contract.
Algunas
tendencias dentro de las muchas existentes en el ámbito de la implicación
jurídica de los contratos inteligentes –sobre todo aquellas que aúnan los
conceptos de smart contract y de cadena de bloques (blockchain) de manera casi
indisoluble-, han optado por defender la postura de que el smart contract sólo
es tal cuando todas las etapas de la vida del acuerdo de voluntades están condicionadas por las reglas propias de la automatización. Los defensores de
esta visión entienden que el smart contrart debe, cada vez más, derivar en la
traducción informática de una serie de contratos estandarizados o tipo a los
que las partes se someten quedando fuera del alcance de las partes la
configuración de los acuerdos, las consecuencias del cumplimiento o
incumplimiento de las prestaciones debidas y la ejecución del contenido del
contrato.
A
nuestro entender, dicha visión impone una fractura abismal entre la utilidad
propia de un contrato y el funcionamiento del smart contract; ruptura que,
previsiblemente y atendiendo a la conducta social y jurídica de los
contratantes, alejaría la opción del contrato inteligente de la mayoría de los
agentes de los distintos mercados. El smart contract así entendido supondría un
contrasentido en relación a las tendencias actuales del derecho (derecho de
consumidores, customización de las transacciones, amplitud conceptual en la
forma de contratación propia de las economías colaborativas, etc.).
En
términos puramente jurídicos, la introducción de la tecnología posibilitadora
de la auto-ejecución de los contratos inteligentes e implementación de la
misma, no impiden que la formación de la voluntad o configuración del
clausulado contractual conserve los elementos propios de la autonomía privada o
autonomía de la voluntad, base de los sistemas contractuales de nuestro
ordenamiento jurídico.
La
autonomía de la voluntad es base de nuestro derecho contractual, sin perjuicio
de otros principios como con consignados en los artículo 1.091, 1.258, 1.261 o
1.278 del Código Civil, entre otros.
Es
cierto que el artículo 1.255 del Código Civil establece límites a la autonomía
privada (la Ley, la moral y el orden público), si bien, a nuestro entender, la
incorporación de este principio al smart contract conlleva un obstáculo
añadido: la traducción al lenguaje de programación configurador del propio
contrato inteligente de la voluntad de las partes vinculadas por el contrato
inteligente. Dicho obstáculo no es, ni mucho menos, insalvable, sino que
requerirá una adaptación en la forma en la que el encargado de la redacción de
los contratos desempeña su encargo. Así, por una parte será preciso que el
jurista esté preparado para trasladar a “idioma programación” la voluntad de
las partes o, al menos, a transformarla en manifestaciones, circunstancias o
reacciones que el programador pueda plasmar en el smart contract. Por otra
parte, se le exigirá la pericia para incorporar las nociones de auto ejecución a
un contrato de los que se han venido a llamar tradicionales o artesanales (con
un cierto tinte peyorativo).
Considerar
que la formación por las partes de su voluntad es incompatible con las nociones
derivadas de la automatización de los contratos que se derivan de la tecnología
del smart contract es ignorar el funcionamiento propio del derecho contractual,
que no se agota en la configuración propia del pacto expreso de las partes,
sino que contempla toda una serie de cautelas instaladas en nuestro ordenamiento
jurídico para el despliegue de los efectos jurídicos del mismo entre las partes
y frente a terceros.
Optar
por una política de contratos tipo no sólo atentaría contra los principios
básicos de nuestro sistema contractual, sino que, además carece de toda justificación
u utilidad, toda vez que nuestro sistema contractual ya goza de los mecanismos
precisos para regular e integrar los contratos no negociados o de adhesión o
los configurados mediante condiciones generales de la contratación.
Adoptando
esta visión integrativa, el smart contract, por los beneficios que su
implantación podría producir, tiene asegurada su irrupción en los sistemas
contractuales españoles potenciando los sistemas de protección previstos en
nuestro ordenamiento jurídico y abriendo un nuevo sendero cuajado de
oportunidades.
Así,
a nuestro entender, y de acuerdo con lo anterior, el smart contract será
contrato, o no será.
Al
menos en un ordenamiento jurídico como el nuestro en el que la vigencia de los
efectos del contrato y el despliegue de los mismos frente a terceros no se
agotan en la ejecución del contrato sino que trasciende hasta límites como la
publicidad tabular en el supuesto de negocios sobre bienes inscribibles en
registros jurídicos; mecanismo arraigado en nuestro ordenamiento jurídico,
sistema contractual y en la conciencia de los distintos operadores jurídicos y
sociales amparados por los efectos jurídicos de la publicidad registral.
Octavio L. Gil Tamayo
Abogado
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