El
jueves, a raíz de la lectura de la tribuna de Javier Gómez Gálligo en ABC,
tuvimos en el despacho el debate latente con el que empieza el artículo de Don
Javier; esto es, si están llamadas a desparecer ciertas funciones o profesiones
jurídicas con la incorporación al ámbito jurídico de tecnologías como la de
cadena de bloques (blockchain).
Siempre
que alguien me dice que una tecnología va a sustituir a un profesional –blockchain a notarios y registradores o
las inteligencias artificiales (IA) a los abogados y jueces- intento, antes que
nada, descubrir la motivación de la afirmación: ¿qué me quiere vender esta persona?, y la mayoría de las veces soy
capaz de descubrir en los primeros cinco minutos por qué dicha persona podría
estar interesada en que desapareciesen los notarios, registradores, jueces o
abogados; y, casi siempre, las razones suelen conllevar un alarmante efecto:
una pérdida de libertad en el ciudadano disfrazada de automatización de
funciones y procesos.
Por
eso el legislador no debe bajar la guardia ante quienes pretenden imponer la
automatización de procesos sin reparar en los derechos de quienes deben
someterse a ellos, porque muchos de ellos serán bienintencionados, pero incluso
entre éstos, muchas veces se proponen soluciones sin prever los efectos
secundarios de las mismas.
Quien
pretenda negar la utilidad de la inteligencia
artificial en procesos de impacto jurídico no es consciente del potencial de
esta tecnología, pero quien pretenda su implantación sin que dicha tecnología
se adapte al ordenamiento jurídico o sin que el ordenamiento jurídico reaccione
a su implantación en defensa de los ciudadanos, es un ingenuo. La actual Ley
Orgánica de Protección de Datos prevé los supuestos en los que una inteligencia
artificial tome decisiones que afecten a la esfera jurídica de una persona
basándose en la perfilización. ¿Quiere esto decir que la tecnología de
inteligencia artificial basada en algoritmos es mala? ¿Quiere decir que es
buena y que nos tenemos que acostumbrar? No, las tecnologías, por sí mismas no
son buenas ni malas, pero los juristas tenemos la obligación de que el uso que
se haga de ellas en el ámbito en el que funcionamos no menoscabe la libertad de
los ciudadanos; y hablamos de Libertad en el aspecto más ilustrado de la
palabra, el de la libertad que no existe sin estado de derecho e igualdad entre
los ciudadanos. Pueden parecer palabras grandilocuentes, pero muchas veces la
libertad de los ciudadanos la sostiene la función de los operadores jurídicos
que ahora, muchos, quieren ver diluidos en la cadena de bloques o sustituidos
por inteligencias artificiales.
Y
frente a esta situación, frente a quienes pretendan que en aras de una supuesta
reducción de costes o amortización de procesos nos proponen adoptar medidas en
las que los ciudadanos acabamos inermes ante una tecnología que no atiende a
nuestro ordenamiento jurídico o que no responde de los efectos perversos de sus
actuaciones, no sólo hay que preguntarse por qué íbamos a sustituir un sistema
que funciona y que nos protege sino para qué, cuál es la verdadera intención
del cambio, a quién beneficia de verdad.
En
este blog siempre hemos defendido que el ordenamiento jurídico ha de favorecer
el uso de aquellas nuevas tecnologías que no atenten contra los derechos de las
personas ni contra los principios que el mismo ordenamiento debe proteger.
Siempre hemos defendido que son las tecnologías las que deben adaptarse a la
ley y que, por su parte, la ley debe ser lo suficientemente neutra para
permitir el uso e introducción de nuevas tecnologías. El papel de la tecnología
en el ámbito jurídico debe ser el de potenciar los procesos, permitir que los
derechos de los ciudadanos se defiendan de la manera más eficaz y eficiente
posible, y, en algunos casos, ello implicará que los procesos cambien
radicalmente, pero en otros, bastará que la tecnología actúe como utilísima
herramienta para facilitar a los operadores jurídicos su función, para
potenciar ale objeto mismo de su función.
Nuestro
sistema registral se basa en dos aspectos que necesitan de un operador formado,
preparado, creativo, imaginativo… y responsable. Nuestro sistema tiene uno de
sus pilares en el principio de legalidad sin el cual el ciudadano se encuentra
desnudo frente a quien pretenda tomar las decisiones. Así, la función
calificadora del registrador es vital, es la verdadera barrera frente a la
arbitrariedad; y la función calificadora requiere un trabajo no sólo
intelectual, sino también creativo, pues debe entender y asumir las
circunstancias en las que el derecho se manifiesta en la realidad extrajurídica.
La
fe pública registral, como leemos en la Tribuna, es un principio informador con
dos importantes virtudes: permite al sistema registral asumir todas aquellos
procesos que respeten el principio de protección de los derechos inscritos y,
lo que es más importante, construye una base que permite que el sistema dé
solución a las controversias sin necesidad de arreglos, parches o enjuagues, como
los seguros por evicción americanos.
Por
último, no podemos obviar que el registrador es responsable con su propio
patrimonio de los daños que se puedan ocasionar a un ciudadano por su actuación
si ésta no se ha sometido al derecho aplicable. Si pretendemos eliminar a un
operador jurídico responsable por una tecnología cuya descentralización es seña
de identidad, lo que estamos haciendo es ponernos exclusivamente en manos de
quien no responderá de los daños que ocasione, y esto, a nivel ciudadano es una
torpeza que el sistema no debe permitir.
En
las entradas anteriores de este blog y en futuras entradas siempre hemos
defendido y defenderemos la aplicación de soluciones tecnológicas a procesos
existentes siempre que dichas soluciones respeten los derechos de los
administrados o de los intervinientes y que, objetivamente, impliquen una
ventaja que no lleve como contrapartida de principio una pérdida de derechos
del ciudadano como consecuencia de su sola utilización.
Como
conclusión, nos vemos en la obligación moral de defender el trabajo de
Notarios, Registradores, Jueces, Fiscales, Abogados y otros operadores
jurídicos que, con unos medios muy limitados, con mucha creatividad y estudio y
con respeto a la Ley sostienen el ordenamiento jurídico cuyo único objeto
debería ser garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos.
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