Nuestra manera de mostrarnos al mundo ha cambiado. Siempre
han existido lugares (y afortunadamente siguen existiendo) a los que las
personas han acudido para exhibirse; desde las gradas de la Catedral de Sevilla
en el siglo XVII, hasta los restaurantes del Upper East Side de Nueva York,
pasando por Ascott. Sin embargo las nuevas tecnologías han democratizado esta
necesidad, pues en las redes sociales (un ente dinámico constituido de
elementos estáticos) cualquiera puede pretender ser lo que desee, y ahí,
principalmente, reside su éxito.
Así, nuestra personalidad se expande en el ciberespacio por
medio de nuestra identidad digital, que no es más que el reflejo de nuestra
identidad “análogica” en el medio digital. De este modo, la diferencia entre
nuestra identidad analógica o real y nuestra identidad digital reside en el
vehículo de su expresión. En consecuencia, la muerte de un sujeto, no sólo extingue
su identidad analógica, sino que también habría de poner fin a la identidad
digital, pues ambas están impulsadas por un mismo instrumento dependiente de la
vida de la persona, la capacidad de actuar. Sin embargo, lo cierto es que dicha
extinción de la personalidad digital no es automática en la enorme mayoría de
los casos. Es más que probable que el fallecimiento de una persona física no se
traduzca en una muerte de la persona digital y que dicha identidad siga
existiendo de una manera autónoma, si bien, carente de elemento volitivo
legítimo. Sería lo que, en términos gruesos, ha venido a denominarse un zombie digital.
Esta vicisitud, conlleva tres problemas que analizaremos en
ésta y sucesivas entradas: los efectos de la muerte de persona física con relación
a la identidad digital y la identidad virtual, los problemas derivados de la
existencia de un creciente acerbo digital dentro del patrimonio de las personas
físicas (que analizamos en una entrada anterior) y el relativo a los
instrumentos existentes o no para regular la sucesión de los bienes digitales.
Vamos a afrontar el primero de ellos en esta entrada y para
ello, después de haber diferenciado entre identidad real e identidad digital,
debemos hacer una nueva distinción entre la identidad digital y la identidad
virtual.
La identidad digital es el reflejo que tiene en la red la
identidad real, esto es, el elemento diferenciador, como hemos expresado, es el
medio. Así, los atributos de la persona digital son los mismos que la de la
analógica (sin perjuicio de que la experiencia nos enseña que los atributos que
mostramos en las redes son una expresión tamizada y potenciada de la real; como
me gusta decir, nadie es tan guapo como
en su foto de perfil ni tan feo como en su foto del DNI).
Sin embargo, una identidad virtual es una identidad distinta
o independiente a la real y digital que sólo tiene expresión o cabida en el
ciberespacio. Estas identidades son perfiles que no identifican a una persona
física a pesar de actuar como tal; La vecina rubia, Tsevan Rabtan, Norcoreano o
Superfalete son algunos ejemplos.
Bien, veamos de nuevo, brevemente, como influye la muerte de
la persona física en los distintos aspectos.
En lo que se refiere a la identidad real, deberemos
atenernos a lo estipulado en el código civil respecto a los derechos de la
persona y a su patrimonio material y, en lo que se refiere a la trascendencia
de la identidad más allá de la muerte de la persona, estaremos a lo dispuesto
en la Ley Orgánica 1/1982 sobre derecho al honor, a la intimidad y a la propia
imagen o, en su caso, a la Ley Orgánica 2/1984 reguladora del derecho de
rectificación.
En lo concerniente a la identidad virtual, la mayoría de la
doctrina ha venido a entender que la huella digital liberada por una identidad
virtual podrá, en determinados casos, y normalmente, entendiendo la su obra
digital como un todo, considerarse objeto de protección de un derecho de
Propiedad Intelectual.
Pero vamos a la verdadera cuestión de esta entada. Qué pasa
con la identidad digital del difunto.
La Comunidad Autónoma de Cataluña, fue la primera en regular
los aspectos propios de esta casuística en su Ley 10/2017, de 27 de junio, de las
voluntades digitales y de modificación de los libros segundo y cuarto del
Código Civil de Cataluña. Esta norma contempló una regulación propia para estos
aspectos, sin embargo, el hecho de que haya prosperado un recurso de inconstitucionalidad
sobre la misma, ha dejado, por ahora, en el dique seco tal normativa; así que,
por ahora también, no profundizaremos en la meritada e interesante normativa.
En lo
que respecta al derecho común habremos de estar a lo dispuesto en la Ley
Orgánica 3/2018 de 5 de diciembre de Protección de datos y garantía de los
derechos digitales, concretamente a lo dictado en su artículo 96, que, más mal
que bien, a nuestro parecer, regula los aspectos relativos a la legitimidad
para actuar en nombre del fallecido en lo que concierne a su identidad digital
(datos personales). En virtud del mencionado artículo, las personas vinculadas al fallecido por razones familiares o de hecho,
así como sus herederos podrán dirigirse a los prestadores de servicios de la
sociedad de información al objeto de acceder a dichos contenidos e impartirles
las instrucciones que estimen oportunas sobre su utilización, destino o
supresión.
Lo
cierto es que, a nuestro parecer, este párrafo adolece de varias imprecisiones.
En primer lugar habla de personas vinculadas por razones familiares o de hecho,
como recoge la Ley Orgánica 1/1982 para el ejercicio de la acción en protección
del derecho al honor de una persona fallecida llevándose dicha actuación al
ámbito familiar, para, inmediatamente añadir a los herederos. Este último
aspecto, puede auspiciar un choque de voluntades entre la familia del fallecido
(por ejemplo, su cónyuge) y los herederos de éste (por ejemplo, sus padres)
sobre qué hacer con los elementos constitutivos de su identidad digital. Por lo
tanto, casi obliga a que las partes actúen de común acuerdo, a que la
jurisprudencia determine un orden o a que el interesado otorgue testamento en
el que recoja su voluntad acerca de la persona que haya de representarle frente
a los prestadores de servicios de la sociedad de información.
Inmediatamente
después, prevé la posibilidad de que el causante haya prohibido dicho acceso,
pero obvia la posibilidad de que dicha manifestación se encuentre en el seno o
sea contrario al tenor del contrato suscrito con el prestador de los servicios
de la sociedad de información. Este aspecto sólo se regula de rebote y un poco
a las bravas cuando dispone que el
responsable del servicio al que se le comunique, con arreglo al párrafo
anterior [relativo al derecho de las personas legitimadas para decidir sobre
el mantenimiento o eliminación del perfil del fallecido en la red en cuestión],
la solicitud de eliminación del perfil, deberá proceder sin dilación a la
misma.
Además
de lo anterior, prevé la interesante figura del albacea digital, que será la persona legitimada para hacer cumplir
las instrucciones del causante relativas a su identidad digital. Pero, de
nuevo, será necesario el otorgamiento del un testamento “digital”.
No
podemos obviar que, muchas de las plataformas digitales ya prevén protocolos
para el supuesto de que el usuario haya fallecido (muy comentadas han sido la
eliminación por inactividad de Gmail, el muro “panteón” del Facebook, o la
determinación de persona autorizada de Twitter) y que dichos protocolos forman
parte del acuerdo existente entre las partes, muchos de los cuales están
sometidos a normativas ajenas a la de nuestro ordenamiento jurídico,
previéndose choques con las disposiciones de la Ley Orgánica (LOPDGDD o LOPD)
en algunos casos.
Pues
bien, hemos de tener en cuenta que la regulación relativa a los efectos
jurídicos propios de la identidad digital del fallecido contempla la existencia
de dos elementos de vital importancia.
Primero,
un testamento. ¿Se trata de un nuevo tipo de testamento; un testamento digital?
Nos comprometemos a tratar este asunto en próximas entradas, pero anticipo que
se trata de un debate fuertemente influenciado por los intereses de algunos de
los sectores inmersos en él, que no tiene una solución clara, y que la solución
que se tome en el futuro va a depender de que acaben implantándose de manera
generalizada y con éxito ciertas tecnologías. También les anticipo que no somos
muy partidarios de lo que se ha venido a llamar “testamento digital”.
El
segundo de los instrumentos es el registro de testamentos digitales, del que
también trataremos en el fututo. También podemos anticipar que entendemos que
dicho registro será ad hoc y
administrativo, con lo cual, entendemos que, el testamento que en el mismo se
inscriba habrá de disponer sólo de bienes no inscribibles en registros
jurídicos o que en el mismo sólo se inscribirán las cláusulas relativas a
identidad y patrimonio digital de un instrumento más amplio y del que sea
accesorio.
Por
último, nos comprometemos a disertar sobre formas digitales de testamento, que
viene a ser un concepto distinto al de testamento digital y que está generando
una serie de interesantes debates en el espacio legaltech.
Octavio Gil Tamayo
Abogado
No hay comentarios:
Publicar un comentario